University Pablo de Olavide, Spain | Published: 17 March, 2023
ISSUE 18 | Pages: 216-233 |


2023 by María Losada-Friend |
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This translation offers the Spanish version of “Scenes of Spain”, the fifth chapter in Traveller in Time (1935) by the «London-Irish» journalist, writer and critic Mairin Mitchell. An original view of Spain through imaginary letters of her fictional protagonist, Colm MacColgan, it is mixed with Mitchell’s own clever observations and proves not only Mitchell’s love for the country, but her interest in meticulously tracing Irish historical and cultural aspects in Spain. This study includes an introduction with Mitchell’s profile and works, the original English text and the Spanish translation with notes.
Esta traducción ofrece la versión en español de “Imágenes de España”, quinto capítulo de Traveller in Time (1935) de la periodista, escritora y crítica «londinense-irlandesa» Mairin Mitchell. Una original visión de España a través de las cartas imaginarias de su protagonista ficticio, Colm MacColgan, se mezcla con las ingeniosas observaciones de la propia Mitchell que muestra no sólo su amor por el país, sino su interés por rastrear meticulosamente las huellas históricas y culturales irlandesas en España. Este estudio incluye una introducción con el perfil y las obras de Mitchell, el texto original en inglés y la traducción al español con notas.
Literatura de viajes; Mairin Mitchell; traducción; “Imágenes de España”; Traveller in Time
Mairin Mitchell, la irlandesa-londinense admiradora de España[1]
Mairin Mitchell (1895-1986) puede recordarse hoy sin duda como mujer adelantada a su tiempo. Nacida en Inglaterra, aunque amante de todo lo relacionado con Irlanda, destacó como activista cultural, política y militante pro-Irlanda desde Londres. Su pasión intelectual, el gusto por la lenguas clásicas y modernas y su trabajo como periodista, escritora y traductora fueron solo el comienzo de su brillante carrera aprovechada hasta el límite como prueban sus numerosos artículos, libros, poemas, novelas, tratados y traducciones. Su contacto con los exiliados irlandeses en Inglaterra, su pertenencia a la Gaelic League y al Women’s Writers’ Club en Londres activaron sus intereses por la nueva etapa que vivía Irlanda a principios de siglo, así como por asuntos sociales y feministas. Fue además corresponsal de periódicos irlandeses como The Irish Bulletin, Irish Democrat o Irish Press.
Su experiencia como viajera por la Europa en guerra dejó obras tan importantes como Traveller in Time (1935), Storm over Spain (1937), Back to England (1941), o Atlantic Battle and the Future of Ireland (1941). Además, sus intereses por la investigación en torno a temas marítimos y descubrimientos geográficos se volcaron en importantes biografías como Elcano: the First Cicumnavigator (1958) o Friar Andrés de Urdaneta (1964), en entradas para la Enciclopedia Británica sobre Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano y en novelas de historia marítima como La Odisea del Acurio (1956), valorada como “una de las primeras novelas históricas con un personaje vasco como protagonista, escrita por una autora extranjera” (Armendáriz 2022: 53). En 1945, Mitchell recibió el reconocimiento como Royal Geographical Society Fellow.
“Scenes of Spain”/“Imágenes de España”: Estrategias narrativas y aspectos de la traducción
La lectura y traducción del capítulo “Scenes of Spain”, inédito en castellano, resulta un ejercicio interesante de esta denominada “London-Irishwoman” (Irish Independent, 1935: 8) en el conjunto de su obra sobre España. Si bien su libro más conocido sobre este país es Storm over Spain (1937) donde recuerda su periplo por tierras españolas justo antes de la Guerra Civil, su Traveller in Time (1935) que incluye este capítulo traducido, permite comprobar cómo Mitchell hace un recuento original y personalísimo del viaje de su protagonista ficticio, Colm MacColgan, que en 1942 recrea imágenes de su viaje de 1932 por doce países entre Europa y Canadá en un original y novedoso programa de televisión, “Tempevision”, ante una audiencia de científicos en Londres, “a bright idea for a book of travel”, tal como lo describió en su día el Connaught Telegraph (1935: 2).
Resulta una estrategia innovadora que muestra que Mitchell intuía ya en 1935 el gran potencial de este medio por entonces incipiente. Su carácter visionario jugaba con el uso de imágenes entre el pasado y el presente. Las imágenes y experiencias se ordenan en el libro en capítulos, entre los que dedica dos a España: uno a Cataluña (“Catalonia Calling”); y otro al recorrido desde allí hasta Burgos (“Scenes of Spain”), rastreando la huella irlandesa en España mientras describe el paisaje y las personas que encuentra.
El ejercicio original de Mitchell consiste en incluir en su narración los fragmentos imaginarios de las cartas de Colm a su maestro y mentor Eugene Carroll, un sabio en Caherconlish, y al hijo de este, Brendan Carroll, amigo de la infancia. Colm sirve como estrategia perfecta, como viajero imaginario por distintas partes de Europa y Canadá que busca la huella irlandesa y que captaría la atención del lector del momento (“the Irish reader who loves travel and who wherever he goes searches for links with Ireland” Irish Examiner, 1936: 4). Proporciona a Mitchell una perspicaz estratagema para unir aspectos de todos sus artículos de viaje ya publicados que complementan el material del libro. Así, junto a los imaginarios fragmentos de las cartas de Colm, Mitchell incluye sus propias observaciones que son prueba de su fino sentido del humor y su apego y cariño por España. En el recuento epistolar y entusiasta del viajero imaginario encuentra Mitchell una manera de evocar aspectos españoles que se funden con su pasión por la Irlanda que tanto admira.
Para la traducción, se ha seguido en la medida de lo posible el texto original. Se han mantenido e indicado las palabras y expresiones en español utilizadas por Mitchell –incluyendo aquellas que escribe con errores–, así como términos en otras lenguas (latín, francés). Se ha corregido el uso de las comillas que marcan las cartas del protagonista que, en ocasiones, no se utilizan de manera sistemática en el original y se incluyen notas aclaratorias sobre nombres de lugares y figuras relevantes tanto españolas como irlandesas, que muestran el conocimiento de Mitchell y su interés por la convergencia del país irlandés y los lugares españoles, revelando su conocimiento y pasión por temas como el rastro los Wild Geese o los colegios irlandeses en España, entre otros muchos.
IMÁGENES DE ESPAÑA
que vió la audiencia de “Viajero en el tiempo” en Teleview Theatre[2]
Lejos, hacia Madrid. Así deja el irlandés el hermoso país catalán y Mora La Nueva con su enorme extensión de olivos entre los que crecen los viñedos. El paisaje, rodeado de colinas lejanas, dibuja un delicioso estudio de tonalidades verdes. Pueblos viejos como Arcos de Jalón surgen de las colinas de arena roja y amarilla. Algunos edificios apenas se diferencian de las rocas; otros envejecen igual que la piedra caliza que los envuelve; y el tren se abre camino desgarrando la llanura desnuda que se extiende entre Zaragoza y Madrid.
La señora sentada frente a Colm en el vagón se queja de indigestión; nunca puede comer nada, le cuenta con pena. Pero contemplemos a esta compañera de viaje que a la hora del almuerzo saca un menú de cinco platos; la enferma, aunque da muestras de total insatisfacción a cada bocado, se las arregla para comérselo in toto. Incluidas las patatas. Inmediatamente se queja de nuevo de su habitual dolor de estómago que, según sospecha Colm, continuará hasta que decida reducir su copioso almuerzo.
Madrid desde el tren por la noche. ¡Qué compacto resulta! ¡Qué luces más brillantes lo iluminan! Rojas y amarillas, rojas y amarillas…conspirando, conspirando. “En Barcelona se habla mucho, pero en Madrid, se actúa”. Y el joven siente cómo crece la sensación de misterio cuando mira a la colina desde donde llegan esas luces, rojas y amarillas, rojas y amarillas. Le describe a Brendan la capital de avenidas apacibles, donde las mujeres van abanicándose, aunque andan sin sombrero bajo el sol español abrasador. Y le cuenta sobre El Prado, con las maravillas de El Greco, Goya, Veláquez; sobre la gran Plaza de Toros y de la Puerta del Sol “que se parece al ‘Elefante y el Castillo’[3], donde todos los tranvías se cruzan”; sobre el hermoso edificio del Congreso con una biblioteca donde todo el mobiliario es de hierro; y sobre el Palacio, que unos describen como “nacional” y otros como “real”, y en cuyas puertas se debería escribir “Icabod”[4].
La visita de Colm a los López de Hoyos[5] buscando el rastro del colegio irlandés resulta infructuosa. Se sabe menos de este colegio irlandés que de cualquier otro porque se cerró a finales del siglo XVII y se les confiscó la propiedad. No llegó a tener más de 50 años de existencia después de que la fundara Fray Stapleton en 1629.
Una noche calurosa el viajero vaga por la ribera del Manzanares, justo a las afueras de la ciudad y se acuerda aquí de una anécdota sobre Art O’Brien[6], que fue durante un tiempo parte de la plantilla de los ingenieros de la Compañía de suministros eléctricos para España, y que más tarde llegó a ser Presidente de la Liga para la auto-determinación en Gran Bretaña y Ministro del Estado libre de Irlanda en París. La colonia inglesa en Madrid conmemoraba un evento de la realeza y organizó un partido de cricket contra el equipo español en este barrio. Art apareció jugando con el equipo español y según el Director de la Compañía de suministros eléctricos, que además era el presidente del acto conmemorativo que se iba a celebrar tras el partido, ese no era el equipo idóneo para un irlandés. Más tarde, durante el banquete, al presidente no le hizo ninguna gracia escuchar al señor O’Brien cantando “The Wearing of the Green”[7], y sus esfuerzos para intentar poner fin a aquello fueron en vano. “¡Sigue, O’Brien!”, jaleaban los partidarios del irlandés y vaya si siguió. Y como ha ocurrido desde entonces, Art salió victorioso.
Más bulliciosas que nunca, las calles de la capital por la noche se llenan con gente dispuesta a hablar de la situación política.
“La mitad de la gente no es de aquí”, le dice a Colm un joven soldado de Tetuán que está de permiso. “Vienen de fuera para su entretenimiento favorito – hablar de política. Sí, Madrid por la noche es como el Hoogstraat en Amsterdam – con una diferencia: en la capital holandesa, la gente camina mientras habla, pero en la nuestra, no. Es que hay mucho de lo que hablar en Madrid hoy en día.”
Pero eso no hace que Colm se quede más días en la capital, porque Toledo queda al sur, así que se ve “en travesía dura” en compañía de unos campesinos alegres que van a Algodor. Otros se van subiendo al tren en las estaciones de paso y el irlandés se siente rodeado de buena compañía. Un hombre con voz potente de tenor, con la que se hubiera hecho famoso, entona una canción de la sierra; canción tras canción; algunas con un canturreo de tono bajo, otras llenas de la alegría que brota de las tabernas cuando el vino fluye por doquier. Sus compañeros le aplauden como si fueran espectadores en un baile campestre. Y como los cantantes irlandeses, lanzan un grito de auténtica euforia.
En el andén de Algodor hay un grupo de paisanos, hombres de piernas largas con camisas azules y sombreros; beben por turnos de una botella – algo potente, a saber lo que es – pues enseguida se ponen a bailar y a cantar. No como los clientes de ‘Las Llaves y la Corona’[8] en Bloomsbury, sino con elegancia. Crean poesía cuando bailan, crean ritmo con un cierto abandono, – fíjate cómo ese joven alto, moreno, de cuerpo alargado alza la botella por encima de su cabeza, ondulando ligeramente las caderas; fíjate en el equilibrio de su cuerpo al ponerse de puntillas y verter el líquido dorado en esa garganta firme y arqueada con finura.
Y ahora, desde el Tagus[9] que serpentea los campos fértiles pueblo abajo, Colm ve esa “ciudad que se alza en la colina”, que con sus torres va desapareciendo ahora en la distancia, más hermosa gracias al esplendor de la puesta de sol española.
El romanticismo se mantiene vivo en Toledo, esta ciudad de Cervantes. En la quietud de la noche de verano, desde el patio de una curiosa calle de adoquines, el irlandés errante oye el sonido de una guitarra. Un caballero canta una serenata a su dama; para mantener el carácter antiguo de la ciudad, se conservan algunas de estas costumbres. Muchas mujeres de aquí llevan una vida casi tan recluida como la de las mujeres de los guetos de Europa central; salen muy pocas veces, únicamente para comprar, y muchos hombres tienen que cortejar a sus novias a través de las rejas.
“He leído”, dice Colm en su carta a Brendan Carroll, “que ninguna otra ciudad cristaliza con tanto acierto toda la historia y el arte de España. Hoy esta antigua capital existe solo como museo, si exceptuamos su producción de acero que se mantiene muy activa. Baja por cualquiera de las calles estrechas que hay cerca de la catedral y te quedarás sordo por el ruido que llega de los pequeños talleres donde los soldadores siguen trabajando como en los tiempos antiguos.”
“Los guías turísticos infestan la ciudad; hay un cartel en una de las entradas que advierte que la blasfemia y la mendicidad están prohibidas. Aún no sé suficientemente español para poder calibrar cómo se blasfema, pero los mendigos, grandes y pequeños, persiguen al viajero desde que llega a la ciudad. Puedes conseguir guías de seis a sesenta años, pero cuidado con los de seis porque solo conocen a) la casa de El Greco, b) la catedral, c) el Alcázar – y nada más.”
“En cuanto a la catedral: Bueno, ni las gemas de incalculable valor de su tesoro, ni la famosa Custodia de oro, ni las vestiduras cubiertas de perlas me produjeron tanta emoción como el ver de repente una bandera irlandesa raída y descolorida entre las banderas de los regimientos españoles en el Alcázar… la bandera que llevaron en la batalla algunos de nuestros Gansos Salvajes[10] en la Guerra de la Independencia. Vi otra en el Salón del Infantado, y un maniquí-soldado de las milicias irlandesas de la misma época, y pensé en ‘Kelly y Burke y Shea’” [11].
“Volviendo a la catedral: Oí la misa mozárabe allí el domingo, recitada, claro, con un canto sencillo. Me pregunté por qué Edward Martyn[12] en su cruzada musical nunca vino a Toledo. Los cánticos de la misa principal que sigue a continuación resultan mediocres y el órgano aún más. Resulta raro ver al monaguillo subir con el sacerdote al púlpito y usar el incensario antes de la lectura del Evangelio. Y el sonido incesante de las campanillas durante la Consagración es tan extraño como la costumbre de la catedral de Ávila, donde el sacerdote da la comunión con una vela encendida en la barandilla del altar.”
“Aunque el exterior de la catedral de Toledo no sea tan impresionante como el de Burgos, el interior resulta hermoso. Y el mejor momento para verlo es justo después de la hora de la siesta, cuando las primeras sombras empiezan a cubrir las columnas. El hermoso techo pintado de la cúpula detrás de la Capilla Mayor y la sillería del coro de madera oscura española, eso no lo olvidarás jamás.”
“Ahora que ya tienes las nociones de arquitectura de un viajero, este resulta el sitio idóneo para ver obras árabes. Verás la primera mezquita donde se celebró una misa en España –la iglesia del Santo Cristo de la Luz; y también está la sinagoga del Tránsito, construida en el siglo XIV por Samuel Levi, el tesorero del rey, que después ocuparon los musulmanes y finalmente los cristianos. Tiene inscripciones en hebreo y adornos árabes. Y, por cierto, no olvides decirle a tu padre que he estado en Santo Tomé para ver la pintura más famosa de todas las de El Greco, ‘El entierro del conde de Orgaz’. Mirándola, recordé lo que Meier-Graefe[13] escribió sobre El Greco en su Viaje español: ‘Es, como Dante o Shakespeare, el inventor de un lenguaje. Nunca podrá un artista expresar tanta grandeza así…Crea una belleza espiritual perfecta.’ Indudablemente Meier-Graefe estaba en lo cierto.”
Un poco más tarde, Colm visita El Escorial, cuya amplia avenida vista desde el tren le recuerda a Versalles. Llega enseguida a la biblioteca del palacio y mira las obras de los clérigos irlandeses entre famosos manuscritos en hebreo y árabe. Visita la habitación donde Felipe II podía escuchar la misa desde la cama, y su estudio al lado, vacío como una celda. Después baja al panteón de los reyes, con las tumbas de los reyes de España desde Carlos V, y esa placa en blanco en la tumba de mármol que está preparada para poner el nombre de Alfonso XII.
En este día de calor de verano resulta agradable pasear por el jardín de los monjes entre setos y adelfas, y aquí Colm ve desde la terraza un paisaje tan poco poblado que parece que ninguna huella humana ha atravesado jamás esta extensión entre el magnífico Monasterio de San Lorenzo y la sierra.
“Lo que me recuerda a la silla de mimbre”, escribe a su maestro de Caherconlish. “En el camino a Madrid por una región que podría haber sido un bosque si no fuera por las coníferas españolas, vi a un ser solitario tumbado al sol, y al lado, una silla de mimbre, servicial al máximo y muy respetable en todos los sentidos. Imagino que Belloc-y-Chesterton[14] podrían escribir un ensayo de lo más entretenido sobre esa silla de mimbre, así que ahí la dejo, casi unos 20 kms. Atrás – mientras me dirijo al Valle de los Reyes. El sol es tan fuerte que las ovejas están quietas con las cabezas juntas y el pastor se cobija en un refugio con techo de paja. Durante tres horas al día a lo largo de varios meses al año estará ahí sentado, sin ver un alma que lo salude durante su jornada de trabajo. ¿En qué pensará?”
Segovia es el siguiente lugar de peregrinación del viajero. Primero aparecen las grandes sierras del Guadarrama, después se van alejando en la distancia de tono lila. No hay rastro de vida en esa extensión que abarca con la mirada; todo es tierra reseca y marrón hasta que se llega al pie de las colinas. El tren serpentea lentamente por el paisaje rocoso hacia el norte de Madrid; el aire es fresco, pero el sol resulta feroz en agosto. Poco a poco se llega a los pueblos de las colinas de la sierra. Colm fraterniza con los pastores vestidos con monos azules, con campesinos de negro y con sombreros de fieltro negro que se suben al tren en estaciones tan pequeñas como Riofrío y Otero.
Segovia, por fin; y el irlandés se dirige a la parte más baja de la ciudad para conseguir la mejor vista de la catedral que se alza alta en la colina. Desde lejos, ha estado viendo su torre como punto de referencia, un espléndido edificio que sigue en pie desde los tiempos del emperador Carlos V. Aún recuerda la historia del teniente Jackson, el tipo guasón del batallón irlandés acuartelado en España en 1812, que le gastó una de sus bromas a los soldados españoles de aquí, tratando de convencerles de que esta era la misma torre en la que Gil Blas[15] había estado preso.
De una explanada soleada de plantas aromáticas, Colm pasa a la frescura del claustro de columnas finas de tracería. Un sacerdote le enseña el gran carro dorado con el buey dorado con campanillas que lleva la Custodia bajo su dorsel de plata en la fiesta del Corpus Christi. El viajero ve también la iglesia pequeña del Corpus Christi que fue hace tiempo sinagoga, y desde aquí vaga buscando la Plaza del Conde de Cheste para ver una mansión de los antiguos nobles castellanos[16].
“El Alcázar causa admiración no por el edificio en sí, sino por la vista de la capilla de la Veracruz que fundaron los Templarios”, dice el joven mientras mira al fondo, al valle al otro lado del Nive[17].
Ahora se dirige a Ávila; en el tren le hace gracia el hombre que llega al compartimento con una bolsa de caramelos; se supone que los que los aceptan gratis le comprarán billetes de lotería. En el paisaje se alzan peñascos gigantescos: el curso de los ríos en las riberas de los barrancos está seco, y de vez en cuando el viajero ve un pozo techado sin rastro de personas, el ganado con cuernos, y en algún pueblo solitario, una carreta con toldo. Los enormes peñascos que se parecen a círculos de druidas le recordarán luego al Caos de Targassone[18].
Es Ávila la que lo deja sin respiración; Ávila, que es como un cuento de hadas, toda amurallada y con torres, más hermosa además porque se alza en la llanura de Castilla, en una región inhóspita, reseca, de peñascos esparcidos. Y así el viajero llega a la ciudad de ‘Cantos y Santos’ y enseguida averigua que recibe este nombre con razón porque la ciudad de Santa Teresa es una ciudad de cánticos. En sus calles antiguas ve hombres con el traje tradicional, en negro o marrón, con el sombrero negro de ala ancha. Y las mujeres con pañuelos de colores llegan del campo con mulas y burros cargados con mercancías para vender.
“No me extraña que construyeran esas murallas enormes alrededor de Ávila – hay aquí cosas demasiado valiosas para que estén sin vigilancia”, dice el joven que ha visto la catedral, una de las mejores de España, parecida a una fortaleza con su torre de asalto, y los hermosos claustros de la iglesia de Santo Tomás. Ahora visita Santa Teresa, la iglesia que se construyó en la casa donde nació Santa Teresa; contempla sus reliquias en el convento de las monjas carmelitas, y encuentra la iglesia de la Encarnación, donde profesó y llegó a ser priora.
“La austeridad que practicaba Santa Teresa, no la llegaremos a alcanzar nosotros”, le escribe Colm a Brendan, “y, sin embargo, la mortificación la consigue sin querer el viajero que va a Ávila si llega allí en pleno verano. Las guías turísticas te dirán que la temperatura de Ávila es muy agradable y así es normalmente, pero hay días en los que puede ser todo menos eso. Yo he llegado durante una ola de calor, y esto es lo que ocurre: Llego desde Madrid en tren a medianoche y todos los hoteles están llenos. En uno, convenzo al camarero, que también trabaja de portero, para que me deje dormir en el único sofá que hay en el salón; pero cualquiera que sepa algo de sofás españoles en los pueblos entenderá lo que quiero decir cuando afirmo que el sofá resulta duro y está siempre ocupado. No va a servir de nada irse a otro sitio, ningún otro portero de hotel me aceptará cuando vea la cara que tengo tras haber estado esperando una hora en el primer hostal. El agotamiento total hace que el sueño llegue de forma inevitable, pero no por mucho tiempo. A las tres, el portero empieza a comer con ostentación lo que puede ser tanto una cena como un desayuno. Después, a ratos, algunas personas van apareciendo por allí, miran al ocupante del sofá y charlan animadamente con el portero.”
“A las cuatro de la mañana entra una pareja extraña; podrían ser o no parte de la plantilla del hotel, pues resulta imposible distinguir por la chaqueta del traje de noche del hombre si es un camarero o un juerguista. Como él y la señora empiezan a hablar animadamente con el factótum del hotel, el ocupante del sofá humildemente ruega silencio. Durante tres minutos aproximadamente, mantienen la conversación a base de murmullos, y después el tono estridente de la señora ya no se controla por más tiempo y el torrente de conversación prosigue hasta las cinco, cuando la pareja se marcha. A partir de entonces, algunos llaman golpeando las persianas, otros meten objetos por las ventanas; para algunos visitantes, el portero no da señales de vida. A las seis, me adormilo, pero el portero me despierta a las seis y media y me dice que “va a abrir el salón”. Como ha estado abierto durante toda la noche y toda la mañana, la explicación me resulta algo rara, pero según parece, él quiere el sofá así que, aún adormilado a las siete, cuando el sol ya calienta, dejo el hotel y me voy dando tumbos por las calles de Ávila.”
“Tenía que venir aquí desde Ávila, claro”, escribe Colm más tarde desde Salamanca a su maestro. “¿No es extraño que esta ciudad se visite tan poco en comparación con otras que están al norte de Toledo? Todas las agencias de viaje españolas te dirán que por supuesto visites la capital, Burgos y Toledo, e insistirán en que pases por Port-Bou para ver Tarragona; incluso tendrán la poca delicadeza de mandarte desde allí en agosto a través de la llanura a Madrid. Pero jamás te sugieren que pares después de Medina del Campo para ver Salamanca. Yo personalmente creo que merece la pena visitar España aunque solo sea para ver esta ciudad. En cualquier caso, el visitante irlandés piensa así.”
Así lo cree también Colm, ya que Salamanca, al igual que Roma, puede presumir de haber acogido a Luke Wadding[19], el mejor de los intelectuales irlandeses. En el Colegio de San Francisco[20] ocupó la cátedra de Teología hasta 1618. Allí escribió un largo ensayo como prólogo a los cuatro volúmenes de las concordancias hebreas que editó donde, al igual que su transcripción del libro de otro genio irlandés anterior, Duns Scotus[21], – de dieciséis volúmenes en 1639 – reside la gran calidad de su fama literaria.
Colm va directamente al Colegio Irlandés[22]. En la pared exterior, cerca de la entrada principal, lee el cartel de letras azules: ‘Colegio del Arzobispo, Hoy de Nobles Irlandeses’[23] y atraviesa la enorme puerta roja con una emoción que raya la veneración cuando se acuerda de los grandes hombres de su raza que la atravesaron en el pasado. Aquí encuentra la historia irlandesa de hoy y del pasado; aquí, la sabiduría de siglos habla a través de las piedras de este edificio antiguo, no es un almacén de conocimiento enterrado – sino un centro vivo de aprendizaje con sentido de continuidad con el pasado que raramente se encuentra en otro lugar.
Ahora saluda al Rector, ese gran investigador, Monseñor Michael O’Doherty[24], cuyos antepasados fueron como los de Colm, del reino de Tir Eoghain[25]. Y la cordialidad de este encuentro permanecerá para siempre en su memoria. Está pensando en otros grandes nombres que han dado fama al Colegio Irlandés: en el siglo dieciséis, tres estudiantes coetáneos reconocidos posteriormente como arzobispos – Florence Conroy de Tuam, el arzobispo McMahon de Dublín y el arzobispo Kearney al que sustituyó en Cashel el arzobispo Walsh, otro estudiante. El viajero recuerda, además, los nombres del Dr. Furtis de Armagh, del Dr. Cleary, arzobispo de Kingston, y de David Rothe, obispo de Kilkenny durante la Confederación de Kilkenny.
“Tengo que ir a Valladolid, también”, le dice al Rector, acordándose de que desde allí partió el Colegio Irlandés hacia Salamanca en 1592.
“Y a Santiago de Compostela”, añade el profesor O’Doherty. Los ojos azules y vivos de este magnífico investigador sonríen al viajero entusiasta. “La unión de Salamanca con Santiago de Compostela y con otros colegios se consiguió en realidad gracias al Dr. Curtis de Armagh en 1775.” Después, este sacerdote que sabe más historia eclesiástica irlandesa que nadie y que se cuenta entre los sabios más famosos que ha creado Irlanda, acompaña a Colm por las escaleras. El techo es de madera, con vigas marrones y grises de hace muchos siglos. Abajo, el patio con sus treinta y dos arcos, “cuyas proporciones y esculturas me resultan más agradables que todo lo que he visto en las universidades más antiguas de Inglaterra; y recordarás los medallones tan curiosos que hay encima de las columnas del patio”, le dice Colm al maestro más tarde.
El Rector muestra al visitante las marcas que hay en las paredes del colegio de la explosión de un polvorín durante la guerra de la Independencia.
“Durante la ocupación francesa, los soldados se acuartelaron en el Colegio antiguo y muchos documentos se destruyeron. Ese edificio quedó en ruinas, así que el Colegio se estableció en el edificio actual.” “Aquí llegó el primer regimiento irlandés bajo el mando de Fitzhenry, cubierto de gloria, al cuartel del mariscal Masséna en Salamanca”, le cuenta el Rector[26]. El profesor O’Doherty le enseña después a su compatriota el muro de atrás que forma parte de la muralla de la ciudad, y el visitante elogia la belleza de la arenisca roja (a la que no afecta el clima, aunque se desmorona en cuanto se toca) que enriquece este edificio de precioso diseño. Desde la ventana del salón del Colegio, el joven contempla el jardín donde los membrillos, los almendros, las rosas y las lilas florecen, y donde cuatro estudiantes juegan al tenis.
“Uno viene de Mayo, otro de Clare, otro de Armagh y uno de Kildare” dice Monseñor O’Doherty, “Así que es un partido ‘Toda-Irlanda’”. Y se vuelve para enseñarle al joven compatriota el salón del Colegio, los vívidos frescos del techo, la silla del rector de bordado plateado, las otras sillas de damasco, y también la mesa hecha de una sola pieza de madera sólida.
“Venga y mire el retrato de O’Sullivan Beare[27] en el refectorio. Es el único retrato original que existe. Se expuso en Dublín hace unos años.” Y cuando se acercan al retrato que está sobre el púlpito del refectorio: “La inscripción que aparece no es correcta: como verá, se lee ‘Conde de Beare y Bantry’, pero O’Sullivan Beare era conde de Berahaven y señor de los territorios de Bere y Bantry”.
“Ahora hay que ver la capilla”. Y enseguida el joven contempla un altar panelado en azul y oro y un tapiz con el retrato de San Patricio, regalo de un irlandés-londinense de 1932, elaborado especialmente en Laon.
“Es inevitable admirar el coro”, dice Colm, “aunque no parece que este sea su sitio en la capilla. Esas delicadas presillas de hierro forjado y el diseño de la hoja de vid dorada son muy bonitos.”
Cuando salen el Rector y el visitante del edificio, Colm saluda a unos compatriotas; hablan en irlandés.
“Sí, en Salamanca la tradición se mantiene – irlandés, latín, castellano antiguo –, gracias a una raza que sabe muchas lenguas” afirma, meditativo.
A Colm le gustaría quedarse en el Colegio descubriendo nuevos tesoros en esta institución dedicada a San Patricio. Aquí en Salamanca, lejos del hogar, el trabajo del pasado vive en el presente y esos treinta y siete estudiantes de “El Colegio de los irlandeses” transmitirán este espíritu en el futuro.
Sus pensamientos se remontan a sus días de colegial, cuando aprendió que los sacerdotes de Salamanca habían viajado a las colonias españolas de las Américas para llevar la fe a los esclavos exiliados bajo Cromwell. Y que Fray Hugh MacCcaughwell, O.F.M[28], ocupó la cátedra de Teología en la Universidad de Salamanca y fue después Guardián del Colegio de San Antonio en Lovaina.
Y sigue los pasos de este hombre sabio, que fue también tutor de Henry O’Neill, el hijo mayor del Príncipe Hugh O’Neill, cuando el chico fue enviado al Colegio Irlandés de Salamanca en 1599. Sigue el rastro de MacCaughwell en Roma, donde estuvo junto al lecho de muerte del gran Hugh O’Neill, y después en el convento franciscano de San Pietro in Montorio donde el príncipe irlandés fue enterrado. Y finalmente en el Colegio Irlandés de San Isidoro en Roma, donde MacCaughwell recibió la noticia de su nombramiento como Primado de Armagh.
“No voy a olvidar nunca el día de hoy” dice Colm al despedirse del Rector cuya cortesía, amabilidad y humor lo hacen el mejor de los anfitriones.
“Tampoco debe olvidar que hubo también un Colegio Irlandés en Sevilla que existió hasta la época de la fundación de Maynooth”, dice Monseñor O’Doherty con un destello en su sonrisa. Después le da la bendición en irlandés para el viaje.
“Me vendría mejor si viajara a pie como un peregrinus de verdad”, piensa el viajero mientras se dirige hacia el tren.
Ahora, a través del paisaje desnudo y marrón se aproxima a Medina del Campo: el maíz está reseco, los campos llenos de rastrojos, la tierra hostil y agrietada.
“Primera parada, Burgos”, dice Colm al subirse en el expreso de Madrid en Medina, y el tren, que deja atrás la fortaleza de arenisca en ruinas, le conduce en una travesía tórrida hacia el norte. El tejado de un monasterio en alto se puede ver a lo lejos en una colina, y ahora las calles y plazas antiguas de Valladolid vuelan ante los ojos de Colm. Valladolid, donde en la catedral en septiembre de 1602 enterraron a Hugh O’Donnell “el Rojo”[29] “con gran honor y respeto, con una solemnidad con la que ningún irlandés ha sido enterrado antes”.
En Burgos, sube la colina que está detrás de la catedral y ve por primera vez la imagen completa de una ciudad de Castilla la Vieja. Allí, en el barrio más pobre de casas de una sola planta, salen niños harapientos corriendo descalzos y siguen al forastero, pateando con pies diminutos, ennegrecidos, los senderos blancos que suben por la ladera de la colina. Colm ve más abajo otro barrio sucio donde las casas sorprenden por lo viejas que son, sus tejados de tejas rojas parecen desplomarse desordenadamente hacia el Arco de Santa María. Desde aquí ve muchas iglesias antiguas de la capital castellana: San Nicolás, San Gil, Santa Águeda y San Pedro del Río[30]. La escena le fascina, pero él quiere ver la catedral cuyas torres de tracería le hacen preguntarse si existe otra arquitectura más fina en toda Europa. Y en el interior de este gran edificio, el esplendor del Altar Mayor, la venerable sillería del coro, la riqueza de las esculturas, los enormes candelabros de plata le indican que toda la historia del arte eclesiástico está enclaustrada aquí. Después, el viajero se da la vuelta para ver la tumba de los reyes y el cofre de roble del Cid.
Muchas historias de Castilla la Vieja recuerdan a Irlanda y Colm es consciente de que va andando por un terreno donde el batallón irlandés estuvo acuartelado con las tropas de Napoleón. El coronel Daniel O’Meara[31] al frente de la ciudad de Burgos bajo el general Darmignac[32]; el encuentro de O’Meara aquí con su hermano, también exiliado; las tropas irlandesas elegidas como guardia de honor de Napoleón el día en que este abandonó Burgos hacia Bayona; los soldados irlandeses como escoltas del correo y de los mensajeros que venían desde Francia a Madrid e involucrados en la guerra de guerrillas – los acontecimientos se agolpan en rápida sucesión. El siguiente, el comandante Fitzhenry frente del batallón irlandés recibiendo el elogio de Thiebaud[33] que declaró: “Por el brillante servicio de su batallón, el Emperador ha decretado nombrarlo primer Regimiento Irlandés de la Legión.”
SCENES IN SPAIN
viewed by audience watching “Traveller in Time” in Teleview Theatre.
AWAY to Madrid. So the Irishman leaves the lovely Catalan country and Mora la Nueva with its great plain of olives among which the vine grows, the land rimmed with distant hills making a plcasing study in greens. Old towns such as Arcos de Jalon rise out of the red and yellow sandstone hills, the buildings scarcely distinguishable from the rocks, others grey as the limestone round them; and then the train tears across the bare plain stretching between Zaragossa and Madrid.
The señora opposite Colm in the carriage complains of indigestion: she can never eat anything she pitifilly tells him. But behold her companion at the hour of almuerzo produces a
five-course repast, which the invalid, while expressing entire dissatisfaction with each dish, manages to consume in toto. Potatos, too. Immediately after, she reverts to her habitual stomach-ache, which Colm suspects is likely to continue as long as she will not reduce her extensive almuerzo.
Madrid from the train by night. How compact it is, how brilliantly lighted, red and yellow, red and yellow…plotting, plotting… “In Barcelona we all talk, but in Madrid they act.”
And the sense of mystery deepens in the young man’s mind as he looks up to that hill from which come those lights, red and yellow, red and yellow. Brendan gets a description from him of the capital with its pleasant boulevards, where the women fan themselves but yet walk hatless in the scorching sun of Spain. And is told of the Prado with the glories of El Greco, Goya, Velazquez: of the great bull-ring in the Plaza de Toros, and the famous Puerto del Sol “that looks like the Elephant and Castle, where all the trams cross each other,” of the beautiful Senate house with its library in which all the furniture is of iron, and the Palace, which one set of cards describes as “nacional” and the other as «royal,” and over whose doors one must write Ichabod.
Colm’s visit to the Lopez de Hojos for traces of the Irish College is fruitless. Less is known of this than of any other of the Irish Colleges, for it was closed at the end of the seventeenth century and its property confiscated. It had not much more than fifty years of existence, being founded in 1629 by Fr. Stapleton.
One hot night the traveller wanders along the banks of the Manzanares, just outside the city, and recalls here a story he once heard of Art O’Brien, who was at one time on the engineering staff of the Electricity Supply Company for Spain, and who was destined later to become President of the Irish Self-Determination League in Great Britain and Minister to the Irish Free State in Paris. The English colony in Madrid were celebrating a royal event, and a cricket match against a Spanish team was arranged in this neighbourhood. Art was found playing on the Spanish side, and from the point of view of the Chairman of the Electricity Supply Company, who happened to be President of the Commemoration meeting which followed the match, it was the wrong side for an Irishman to be found on. At the banquet later the President was not appeased to hear Mr. O’Brien singing “The Wearing of the Green” but his efforts to have the hated song stopped were in vain. “Go on, O’Brien,” urged the Irishman’s supporters, and go on he did. Art, as he has so often done since, won they day.
Busier than ever now, the streets of the capital at night, for they swarm with people intent on discussing the political situation.
“Half the people aren’t of the city at all,” a young soldier on leave from Tetuan tells Colm; “they come in from the suburbs for their favourite recreation – to talk politics. Yes, Madrid at night is like the Hoogstraat in Amsterdam – with this difference, that in the Dutch capital the people keep on moving, but in ours they don’t. For there’s much to keep us talking in Madrid to-day.»
But that does not keep Colm more than a few days in the capital, for Toledo lies south of him, and so he finds himself “riding hard” in the company of merry peasants who are bound for Algodor. More join the train at wayside stations, and the man from Ireland is in good company. One man with a rich tenor voice that might have made him famous is singing a song of the sierras, song after song, some in a crooning minor, others full of the joy that wells up from taverns when the wine flows round. His fellows clap after the manner of onlookers in a country dance. And as with Gaelic singers, they give a cry from sheer exuberance.
On Algodor platform stands a group of peasants, long loose-limbed men in blue blouses and sombreros, drinking by turn out of a bottle – potent stuff whatever it is – for in no time they are dancing and singing. Not after the manner of Bloomsbury patrons of the “Keys and Crown”, but with a grace; there is poetry of movement, rhythm in their slight abandon – see the way that tall swarthy, long-bodied fellow lifts the bottle above his head, swaying slightly from the hips, see the poise of his limbs as he raises himself on his toes and pours the golden-coloured liquor down a strong finely-curved throat.
And now from the Tagus that winds round the fertile fields below the town, Colm looks up to that “city that stands upon a hill,” which now fades, with its towers, into the distance, enhanced in its beauty by the splendour of a Spanish sunset.
Romance lingers on in Toledo, this city of Cervantes: in the stillness of the summer’s night, from a court in a quaintly cobbled street, the Irish wanderer hears the sound of a guitar. A cavalier is serenading his lady. For in keeping with the ancient appearance of this city are some of its customs. Many of the women here to-day lead lives only a little less secluded than the women of the ghettos in Central Europe; they rarely go out except to shop, and many a man must court his sweet-heart from outside the window.
“I’ve read,” says Colm, writing to Brendan Carroll,»that no other city crystallises so completely all the history and the art of Spain. To-day the ancient capital exists only as a museum, save for the steel-making, which is very much alive. Go down almost any of the tiny streets by the cathedral and you will be deafened by the noise that comes from the small steel shops, where the smiths are at work as in olden days.
“Guides infest the city; there’s a notice on one of the gates which says that blasphemy and mendicity are forbidden within the city walls. My Spanish isn’t strong enough yet to permit of passing judgment as to blasphemy, but mendicants, major and minor, pursue the traveller the moment he enters the city. You may have guides from six years to sixty, but beware the six-year-olds, for they know (a) Casa del Greco, (b) the cathedral, (c) Alcazar – and that’s all.
“About the cathedral. Well, not even the priceless gems in its treasury, nor the famous Monstrance of gold and the pearl-covered vestments gave me the same emotion as the sight of that faded tattered Irish flag I suddenly noticed, hanging among the flags of Spanish regiments in the Alcazar… the flag that was carried into battle by some of our Wild Geese in the Spanish War of Independence. I found another in the Hall of the Infantry, and a model of a soldier of the Irish militia of the same period, and thought of ‘Kelly and Burke and Shea.’
“To return to the cathedral. I heard the Mozarabic Mass there on Sunday, sung in plain chant, of course, and wondered why Edward Martyn’s musical quest never took him to Toledo. The singing in the High Mass that follows this is very poor, and the organ extremely so. It’s strange to see the thurifer climb with the priest to the pulpit and incense this when the Gospel is to be read. And the continued ringing of the little bells during the Elevation is as foreign to you as the custom in Avila cathedral, where the deacon passes each communicant with a lighted candle at the altar rails.
“If the exterior of Toledo Cathedral is less imposing tan Burgos, it’s more beautiful within. And the best time to see it is just after the siesta hour, when the carly shadows are beginning to touch the pillars. The beautiful painted ceiling in the dome behind the Capilla Mayor, the choir stalls of dark Spanish wood, you will never forget.
“Now that you’ve got that traveller’s scholarship in architecture, it’s here you must come for Moorish work. You’ll see the first mosque in which Mass was ever said in all Spain –the church of San Cristo de Luz; and there’s the Transito Synagogue, built in the fourteenth century by Samuel Levi, king’s treasurer, and then taken over by the Moors and finally by the Christians. It has inscriptions in Hebrew and devices in Moorish. And, by the way, don’t forget to tell your father that I’ve been to San Tomé, to see the most famous of all El Greco’s pictures, ‘The Burial of the Conde de Orgaz.’ Looking at it, I remembered what Meier-Graefe said of El Greco in his Spanish Journey: ‘He is, like Dante or Shakespeare, the inventor of a language. Never will an artist say such great things by its means again. He creates a perfectly spiritualised beauty.’ Surely Meier-Graefe was right.”
A little later Colm is visiting El Escorial, whose broad avenue seen from the train puts him in mind of Versailles. He is soon in the library of the palace, looking at the work of Irish clerics among the famous manuscripts in Hebrew and Arabic. He sees the bedroom from where Philip II could hear Mass from his bed, and his study adjoining, bare as a cell.
Down now to the pantheon of the kings, with the tombs of the monarchs of Spain from Charles V, and that blank plate on the marble sarcophagus which is ready for the name of Alfonso XII.
On this hot summer’s day it is pleasant to stroll in the monks’ garden among the box hedges and oleanders, and from here Colm looks out over the terrace on a country that is so sparsely populated that human feet might never have crossed the land between the great Monastery of San Lorenzo and the sierras.
“Which reminds me of the basket chair,” he writes to the Master at Caherconlish, “On the way from Madrid, through a region which, but for its Spanish yews, might have been a wilderness, I saw a solitary human being lying stretched in the sun, and beside him an entirely complacent, intensely respectable basket chair. Now I feel that Belloc-y-Chesterton could write a most diverting essay upon that basket chair, so I shall leave it, some 20 kms. Behind – on my way through the Valley of the Kings. The sun is so strong that the sheep stand with their heads together, and the shepherd betakes himself to a shelter roofed of straw; the sides are uncovered. For three hours at a time for several months in the year he will sit like that, and not a soul greet him in all his day’s work. What are his thoughts?”
Segovia is the traveller’s next place of pilgrimage. Now the great sierras of Guadarrama come nearer, now they recede into the lilac distance. Not a sign of life as far as the eye can see; all is parched brown earth away to the rim of the hills. The train winds slowly about the rocky country to the north of Madrid; the air is fresh, but the sun fierce in August. Gradually the hill towns of the sierras are reached, Colm fraternising with shepherds in blue smocks, peasants in black ones with black woollen caps, who join the train at such small stations as Riofrio and Otero.
Segovia at last, and the Irishman is on his way to the lower part of the town to get the best view of the cathedral, which stands high on a hill. For miles around he has seen its tower as a landmark, this splendid building which stands from the days of the Emperor Charles V. A story is still recalled of Lieut. Jackson, the practical joker of the Irish battalion serving in Spain in 1812, who played one of his tricks on the Spanish soldiers here, trying to persuade them that this was the tower where Gil Blas was imprisoned.
From the sunny plot sweet with herbs, Colm steps into the cool of the cloisters with their slender traceried pillars. A priest shows him the great gold chariot with its golden oxen and bells, which bears the Monstrance under its canopy of silver on the Feast of Corpus Christi. The traveller sees too the tiny church of Corpus Christi that was once a synagogue, and from here he wanders in search of the Plaza del Conde de Cheste, to look at a stately home of the old Castilian nobles.
“The Alcazar is less to be admired for itscif than for the view it gives of the little church of Vera-Cruz that the Templars founded,” says the young man as he looks far down into the valley on the other side of the Nive.
Now he is bound for Avila, amused in the train by the man who comes along the compartment with a bag of sweets; those who accept his offer of free samples are expected to patronise him for his lottery tickets. Gigantic boulders heap the rising ground, the watercourses in the bed of the ravines are dried up, and every now and then the traveller sees a roofed well remote from human habitation, horned cattle, and in some lonely village a hooded cart. The great boulders, looking like druidic circles are to remind him later of the Chaos of Targassonne.
It is Avila that makes him gasp, Avila that is like a fairy tale, all turreted and towered, and the more beautiful because it rises up form the plain of Castile in a region desolate, parched, boulder-strewn. And now the traveller is in the city of “Cantos y Santos,” and soon to find that it is truly named, for Sta. Teresa’s city is one of chimes. Through its old streets he sees men pass in traditional dress, black or brown, with the wide black hat. And women in brightly coloured scarves have come in from the country with mules and donkeys carrying their wares for sale.
“No wonder they built those great walls round Avila – there are things here too precious to be left unguarded,” says the young man, who has seen the cathedral, one of the finest in Spain, fortress-like, with its embattlemented tower, and the beautiful cloisters in the church of San Tomas. Now he visits Santa Teresa, the church built on the site of the house where Sta. Teresa was born, views her relics in the convent kept by the Carmelite nuns, and finds his way to the Encarnacion where she was professed and became prioress.
“The austerities which Sta. Teresa practised, the rest of us are never likely to achieve,” Colm writes o Brendan, “yet mortification, involuntary, may be the lot of the traveller to Avila if he goes there in the height of summer. Guide books will tell you the temperature of Avila is delightful; and so it may often be, but there are days when it can be anything but that. I come here in a heat wave, and this is what happens. I arrive by train from Madrid at midnight and every hotel is full. In one I persuade a waiter who is also porter to let me occupy the only sofa in the lounge, but anyone who knows anything about Spanish sofas in country towns will understand what I mean when I say that sofa is hard and inhabited. No use going anywhere else, no other hotel porter would want to take me in when he sees my face after an hour in the first inn. Sheer weariness makes sleep inevitable though, but not for long. At three the porter commences to eat with éclat something that may be either supper or breakfast. At intervals thereafter various people wander in, look at the sofa occupant and commence talking animatedly with the porter.
“At four a.m. a strange pair enter who may or may not be part of the hotel staff, as it’s imposible to tell from the man’s dinner jacket whether he is a waiter or a late reveller. As he and the señora start a lively conversation with the hotel factotum, the sofa occupant humbly craves for quiet. For three minutes perhaps, there is hushed talking, then the shrill tones of the señora can no longer be restrained, and a torrent of talk continues till five, when the couple retire. From now onwards various callers rap on the shutters, some pass objects through the windows; to other visitors the porter is not at home. At six I doze, but am roused at six-thirty by the porter, who says he is ‘going to open the salon.’ As it has been open all night and all morning his meaning is obscure, but he appears to want the sofa, so sleepily at seven, when the sun is already hot, I leave the inn and stagger through the streets of Avila.”
“I had to come here from Avila, of course,” Colm writes later from Salamanca to his Master. “Isn’t it strange that this city is visited so little in comparison with others in Spain north of Toledo? All the Spanish travel agencies will tell you that you must of course see the capital, Burgos, and Toledo, and will urge you to travel by Port-Bou in order to see Tarragona, and even be unfeeling enough to send you from there in August right across the great plain to Madrid. But they never suggest that you break your journey after at Medina del Campo to see Salamanca. I think myself it’s worth going to Spain to see this city only. At any rate an Irish visitor will think so.”
Colm does, for Salamanca as well as Rome can claim Luke Wadding, greatest of Irish scholars. In the College of St. Francis he held the Chair of Theology till 1618. Here he wrote the long essay prefixed to the four volumes of Hebrew concordance which he edited, and on which, with his redaction of the work of that earlier Irish genius Duns Scotus – completed in sixteen volumes in 1639 – rests Wadding’s highest title to literary fame.
Colm makes a bee-line for the Irish College. On the outer wall mear the main entrance he reads the blue-lettered inscription, “Colegio del Arzobispo Hoy de Nobles Irlandeses,” and passes through that great red doorway with a feeling akin to reverence for the great men of his race who have crossed it in the past. Here he finds Irish history living and past; here the scholarship of centuries speaks from the stones of this old building, but no buried store of wisdom– a living center of learning, with a sense of continuity with the past such as one rarely meets elsewhere.
Now he is shaking hands with the Rector, that great scholar, Monsignor Michael O’Doherty, whose ancestors were kin with his own in the land of Tir Éoghain. And the kindliness of that greeting is a lasting memory. He thinks of the other great names that have added to the fame of the Irish College: in the sixteenth century three students, contemporaries known to history later as archbishops – Florence Conroy of Tuam, Archbishop MacMahon of Dublin, and Archbishop Kearney who was succeeded at Cashel by Archbishop Walsh, another student. The traveller recalls, too, the names of Dr. Curtis of Armagh, Dr. Cleary, Archbishop of Kingston, and David Rothe, Bishop of Kilkenny during the Confederation of Kilkenny.
“I must go to Valladolid, too,” he tells the Rector, remembering that it was from this city that the Irish College came to Salamanca in 1592.
“And to Santiago de Compostella,” adds Mgr. O’Doherty, the keen blue eyes of the great scholar smiling at the eager traveller. “The union of Salamanca with Santiago de Compostella and other colleges was really achieved by Dr. Curtis of Armagh in 1775.” Then the priest who knows as much about Irish ecclesiastical history as any man living, and can be numbered among the greatest men of learning that Ireland has ever bred, takes Colm up the stairs above the court. Overhead is the wooden roof, the beams of brown and grey, centuries old. Beneath them the patio with its thirty-two arches, “whose proportions and sculpture are more pleasing to me than anything I’ve seen in the oldest of the English universities; and you’ll remember the quaint medallions above the columns of the patio,» Colm tells the Master later.
The Rector shows his visitor the marks on the College walls caused by the explosion of a powder magazine in the Peninsular War.
“During the French occupation, soldiers were billeted in the old College and many documents were destroyed. That building was wrecked, so the College was established in the present one.” Here came the first Irish Regiment under Fitzhenry, covered with glory, to Marshal Massena’s headquarters in Salamanca, the Rector tells him. Mgr. O’Doherty then shows his countryman a view of the back wall which forms part of the city one, and the visitor praises the beauty of that red sandstone (which is not affected by weather but which easily crumbles if touched), for it has enriched a building lovely in design. From the window in the College Hall the young man sees the garden where quince, almond, rose and lilac fourish, and where four students are playing tennis.
“One is from Mayo, one from Clare, one from Armagh and one from Kildare,” says Monsignor O’Doherty. “So it’s an All-Ireland match.” And he turns to show his young countryman the College Hall, the vivid frescoes on its ceiling, the Rectorial Chair of silver embroidery, the other chairs of damask, also the table made of one piece of solid wood.
“Come and see the picture of O’Sullivan Beare in the refectory. It’s the only known original portrait. It was exhibited in Dublin some years ago.” And, when they come to it above the refectory pulpit: “The inscription on it is not correct: you’ll see it reads ‘Count of Beare and Bantry,’ whereas O’Sullivan Beare was Count of Berehaven and lord of the territories of Bere and Bantry.”
“We must see the chapel now.” And soon the young man is looking on the blue-and-gold panelled altar and the tapestried picture of St. Patrick, presented by a London-Irishman in 1932, worked specially in Laon.
“I can’t help admiring the choir,” says Colm, “though it doesn’t seem quite in place in the chapel. Those delicate wrought-iron staples and the gold vine-leaf pattern are very lovely.”
As the Rector and his visitor leave the building, Colm meets some of his countrymen; they are talking in Irish.
“Yes, in Salamanca the tradition is carried on – Irish, Latin, Spanish as of old, by a race learned in many tongues,” he muses.
He would like to stay in the College, discovering fresh treasures in the institution dedicated to St. Patrick. Here in Salamanca, far from home, the work of the past lives in the present, and those thirty-seven students in “El Colegio de los Irlandeses” will carry its spirit into the future.
Colm’s mind is on his schooldays when he learnt about the priests from Salamanca who went out to the Spanish settlements in the Americas, to bring back the faith to the Irish slaves who were exiled under Cromwell. And of Fr. Hugh MacCaughwell, O.F.M., who held the Chair of Theology in Salamanca University, and was afterwards Guardian of St. Anthony’s, Louvain.
And he follows the wanderings of this learned man who was also tutor to Henry O’Neill, eldest son of Prince Hugh O’Neill, when the boy was sent to the Irish College, Salamanca, in 1599. He traces MacCaughwell to Rome, where he was at the deathbed of the great Hugh O’Neill, and then to the Franciscan convent of San Pietro in Montorio where the Irish prince was laid to rest. And finally to the Irish College of St. Isidore’s, Rome, when the news is brought to MacCaughwell that he has been appointed Primate of Armagh.
“I shall never forget to-day,” says Colm on leaving the Rector, whose courtesy, grace and humour make him the most deligintful of hosts.
“You musn’t forget there was an Irish College in Seville, too, which existed up to the time of the founding of Maynooth,” says Monsignor O’Doherty with a twinkle in his smile. Then he gives Colm a blessing in Irish for his journey.
“I would need it all the more were I going on foot like a proper peregrinus,” thinks the traveller on his way to the train.
Now through the bare brown country approaching Medina del Campo; the corn is parched, the fields full of stubble, the earth harsh and cracked.
“First stop Burgos,” says Colm as he boards the Madrid express at Medina, and the train leaving the ruined sandstone fortress takes him on that torrid journey north. The roof of a high monastery can be seen on a far-off hill, and now the old streets and courts of Valladolid fly before Colm’s eyes; Valladolid, where in the cathedral, in September 1602, they buried Red Hugh O’Donnell “with great honour and respect, in the most solemn manner any Gael before had been interred.”
At Burgos he climbs the hill behind the cathedral and has his first real sight of a town of Old Castile. Here in the poorest quarter, from one-storied cottages, bare-foot, ragged little children run and follow the stranger, pattering in their tiny brown feet along the white paths that straggle up the hillside. Colm looks down on a crooked quarter where the houses seem incredibly old, their red-tiled flat roofs scrambling down higgledy-piggledy to the Arco de Santa Maria. It is from here he sees the many ancient churches of the Castilian capital: San Nicolas, San Gil, San Agueda and San Pedro-by-the-River. The scene fascinates him, but he must see the cathedral, whose traceried towers leave him wondering whether architecture more delicate can have been achieved in all Europe. And inside the vast building, the splendour of the High Altar, the venerable choir stalls, the wealth of sculpture, the massive silver candlesticks, suggest that the whole history of ecclesiastical art must be enshrined here. Then the traveller turns to look at the sepulchre of the Kings and the oak coffer of the Cid.
Many memories of Old Castile are Irish ones, and Colm knows that he is walking over ground where the Irish battalion once did garrison duty in Napoleon’s armies. Colonel Daniel O’Meara, commanding the city of Burgos under General Darmignac; O’Meara’s meeting here with his brother, also an exile; the Irish troops being chosen as Napoleon’s guard of honour the day he left Burgos for Bayonne; the Irish soldiers escorting the mails and couriers coming from France to Madrid, and getting involved in guerilla warfare over it –incidents crowd in quick succession. Commandant Fitzhenry next, commanding the Irish battalion, receiving the praise of Thiebaud who said: “In consequence of the brilliant manner in which your battalion serves, the Emperor has decreed yours the first Irish Regiment of the Legion.”
[1] Este trabajo es parte del proyecto P20_00790 (PAIDI 2020) financiado por el Ministerio de Economía Conocimiento, Empresa y Universidades y la Conserjería de Universidad, Investigación e Innovación de la Junta de Andalucía. Asímismo, cuenta con el apoyo del CEI Patrimonio de la Universidad de Almería.
[2] Mitchell menciona el ficticio “Teleview Theatre” en Londres como lugar donde el también ficticio protagonista Colm MacColgan proyecta imágenes y sonidos en 1942 de los lugares que recorrió de joven en 1932 buscando rastros irlandeses en países extranjeros.
[3] En el original, Mitchell escribe “Puerto del Sol”. Su imagen y bullicio le hace compararlo inmediatamente con el cruce de vías denominado “The Elephant and the Castle” en la zona del distrito de Southwark de Londres. El nombre original proviene de un local de artesanos medievales que fabricaban espadas y cuchillos. Su escudo de armas era la imagen de un elefante portando un castillo.
[4] Mitchell se refiere evidentemente al Palacio Real y revela su tono crítico sobre la institución en la sugerencia del joven irlandés de coronar las puertas con el término hebreo “Icabod” (“sin gloria” o “¿dónde está la gloria?”) que aparece en el primer libro de Samuel, para designar al hijo del sacerdote Fineas, asesinado por los filisteos, que robaron el arca de Dios a los israelíes. El nombre simboliza la derrota de Israel y la connotación irónica de Mitchell en cuanto al espacio real despojado de gloria.
[5] Mitchell escribe en el original “López de Hojos” y alude probablemente a la familia residente en Madrid y probablemente descendiente del humanista y escritor Juan López De Hoyos (1511-1583) que fue el primer cronista de la Villa de Madrid en tiempos de Carlos I.
[6] Art O’Brien (1872-1949) fue un ingeniero inglés que llegó a ser líder del nacionalismo irlandés en Londres. Miembro de importantes grupos como Gaelic League, Sinn Féin, Irish Volunteers, Irish Republican Brotherhood, y Irish Self-Determination League of Great Britain, fue clave en el levantamiento de 1916 y defensor de la libertad de Irlanda. Actuó de mediador entre los británicos y el Sinn Féin y tuvo contacto estrecho con figuras relevantes como Michael Collins, Arthur Griffith y Éamon de Valera. Su lucha por las cuestiones irlandesas lo unen a Mitchell, quien le dedicó uno de sus libros de poesía.
[7] “The Wearing of the Green” es una canción tradicional irlandesa cuyo origen se remonta a la rebelión de 1798 contra los británicos. Simboliza el orgullo y la identidad del irlandés al vestirse con tonos verdes o llevar símbolos como el trébol frente a imposiciones y leyes inglesas.
[8] Nombre probable de un pub de la zona de Bloomsbury no localizado.
[9] Mitchell utiliza en el original la denominación romana del río Tajo.
[10] “Wild Geese” es el nombre que denomina a soldados irlandeses que han servido en ejércitos extranjeros a lo largo de la historia. En el caso de la Guerra de la Independencia (1808-1814) los “gansos salvajes” combatieron en tres de los ejércitos implicados: el español, el británico y el francés.
[11] Expresión tomada del conocido poema “The Fighting Race” (1898) del periodista y dramaturgo Joseph Clarke en el que se hace referencia a irlandeses que perdieron la vida apoyando al ejército americano en la lucha por la independencia de Cuba contra España.
[12] Edward Martyn (1859-1923) fue un dramaturgo irlandés, reconocido activista que ejerció como primer presidente del Sinn Féin de 1905 a 1908. Mitchell, a través de la voz de Colm, evoca la reputación musical de Martyn, como organista, experto musical y patrocinador de actividades culturales irlandesas.
[13] Julius Meier-Graefe (1867-1935), crítico, galerista y novelista húngaro-alemán, experto en obras de arte impresionistas y postimpresionistas. Mitchell demuestra que conoce la traducción inglesa del libro Spanische Reise (1910), donde el autor redescubre al Greco.
[14] Curiosamente, Mitchell utiliza en el original esta expresión en español “Belloc-y-Chesterton”, refiriéndose a los autores británicos Hilaire Belloc (1870-1953) y G.K. Chesterton (1874-1936) grandes amigos y colaboradores, conocidos por sus obras críticas y ocurrentes sobre diferentes temas, entre otros, los efectos de la industrialización en la civilización moderna.
[15] Se refiere al protagonista de la conocida novela picaresca de Le Sage (La historia de Gil Blas de Santillana, 1715), específicamente al capítulo VI del tomo III (“De qué modo fue tratado Gil Blas en la torre de Segovia y de cómo supo la causa de su prisión”).
[16] El conde de Cheste fue Don Juan Manuel de la Pezuela y Caballos (1810-1906), noble, militar, escritor y director de la Real Academia Española. Fue un político conservador y trabajó con diferentes cargos en Cuba y Puerto Rico. Su palacio situado en la plaza del mismo nombre es el mencionado en este recorrido por Segovia.
[17] Sorprende aquí la mención de Nive (principal río del País Vasco francés, próximo a la costa), ya que Segovia está situada en la confluencia de los ríos Eresma y Clamores, en la Sierra de Guadarrama.
[18] El Caos de Targassonne es una zona del territorio de la Cerdaña, zona de escalada en el Pirineo. Cubre una extensión de varias hectáreas con muchos bloques de granito en las laderas.
[19] Luke Wadding (1588-1657) fue un académico y sacerdote franciscano irlandés. Fundó el Colegio Irlandés de San Isidoro en Roma. Hay un retrato famoso suyo en la National Gallery de Dublín.
[20] Se trata del Colegio de San Francisco de Paula, colegio-convento de los Padres Mínimos en las afueras de Salamanca, fundado en 1588. Tuvo su fin con la desamortización de Mendizábal (1835).
[21] John Duns Scotus (1266-1308) fue un conocido teólogo y sacerdote importante de la Orden Franciscana. Precisamente Luke Wadding, mencionado anteriormente, fue su biógrafo.
[22] Famoso colegio también denominado Colegio de San Patricio de Nobles Irlandeses. Fundado en 1592, en época de Felipe II, promovía la educación católica de jóvenes irlandeses que, ordenados sacerdotes, volvían a Irlanda. Hasta 1767 lo dirigieron los jesuitas. Se trasladó al Colegio Mayor Fonseca durante la Guerra de la Independencia.
[23] En español en el original.
[24] Sacerdote y obispo irlandés (1874-1949). En 1904 fue nombrado rector del Colegio de los Irlandeses de Salamanca, donde se doctoró en teología en 1907. En 1911 fue nombrado obispo de Zamboanga, en las Islas Filipinas, y en 1916, arzobispo de Manila.
[25] Tír Eoghain (“Tierra de Eoghan”) es la expresión irlandesa para denominar a Tyrone, primero reino y después condado de Irlanda gobernado por diferentes grupos irlandeses, siendo el más importante el clan de los O’Neill. Hoy ocupa los condados de Tyrone, Armagh y Londonderry.
[26] El rector menciona dos figuras conocidas de la Guerra de la Independencia. Por una parte, a Jeremiah Fitzhenry, desertor de Wellington y al frente del Batallón de la Legión Irlandesa, y por otra parte. al Mariscal André Masséna, que estuvo al frente del ejército francés en batallas contra el ejército británico-portugués de Wellington.
[27] Se refiere a Donal Cam O’Sullivan Beare, denominado “el último príncipe”, con el título Príncipe de Beare y I Conde de Berehaven (1561-1618). Fue a principios del siglo XVII el último gobernante independiente del territorio O’Sullivan Beara, en la península de Beara, al suroeste de Irlanda. Este retrato estuvo durante muchos años en el refectorio del Colegio Irlandés, pero hoy está en la sala de Juntas de Stoyte House en Maynooth College. También en la National Gallery de Irlanda se halla otro similar titulado “Donal O’Sullivan, count of Beare and Bantry” (1560-1618) de 1859 presentado por el reverendo C.P. Meehan en 1884.
[28] Ordo Fratum Minorum es una expresión que se utiliza para indicar que es miembro de la Orden de Frailes Menores, la rama más numerosa de la Primera Orden de San Francisco.
[29] Famosa figura de la historia irlandesa, “Red Hugh O’Donnell” (1572-1602) fue un líder rebelde de la nobleza gaélica del siglo XVI contra el gobierno inglés. Organizó la alianza de clanes irlandeses en la Guerra de los Nueve Años. Tras la derrota en Kinsale (1602) llegó a España solicitando ayuda al rey Felipe III pero murió en Simancas. Si bien Mitchell apunta la catedral como lugar de enterramiento, O’Donnell fue enterrado en el monasterio de San Francisco de Valladolid, que fue demolido en el siglo XIX.
[30] En el listado original, Mitchell erróneamente escribe “San Agueda”.
[31] Es el Coronel Daniel Joseph O’Meara, nombrado comandante que sustituyó a FitzHenry de 1809 a 1811.
[32]Jean Barthélemy Claude Toussaint Darmagnac (1766-1855) fue general de división en 1808 durante la Guerra de la Independencia.
[33] Paul Charles François Adrien Henri Dieudonné Thiébault (1769-1846) fue también general en el ejército de Napoleón. Escribió sobre sus experiencias y memorias militares, publicadas en 1895 y su nombre aparece en las columnas del Arco del Triunfo.
Works Cited
Armendáriz, Xabier (2022). Mairin Mitchel. La Cronista Irlandesa de los Vascos. Vizcaya: Basatria Producciones/Diputación Foral de Vizcaya, 2022.
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